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13 de febrero de 2006

La Junta asegura que subirá un 6,6 por ciento las ayudas familiares


Publicado en: ABC.es


La Junta asegura que subirá un 6,6 por ciento las ayudas familiares

Por AGUSTÍN DOMINGO MORATALLA

EN un reciente estudio sobre la familia española financiado por la Obra Social de una importante entidad financiera, el profesor Meil afirma que las investigaciones realizadas no se han centrado en las familias en crisis sino en las familias corrientes. Resulta que ahora, además de familias monoparentales, adoptivas, acogedoras, canguro, desfavorecidas o en situación de riesgo, descubrimos que existe la familia corriente. Ya iba siendo hora de que alguien concediera carta de naturaleza científica a la forma de convivencia más elemental y valiosa.

A partir de ahora, cuando los políticos se refieran a la familia ya no tendrán que tener reparos para hablar de las familias normales. Les bastará utilizar la expresión «familia corriente» y no tendrán que pedir perdón al auditorio porque no se están refiriendo a la «familia-como-Dios-manda», la «familia-de-toda-la-vida», la familia burguesa o simplemente la familia convencional. Ya no tenemos excusas para hablar de una manera políticamente correcta de la familia, incluso le podemos decir al Papa cuando nos visite que los legisladores de un estado aconfesional deben preocuparse por la familia corriente y no por la familia católica. Sin necesidad de precisar las formas de entender esta última, sería interesante aprovechar la visita de Benedicto XVI para pedir a nuestros políticos que se pongan las pilas en el tema de la familia corriente. Hasta ahora, las políticas familiares han sido subsidiarias de las políticas sociales, como si las políticas familiares fueran una parte de los servicios sociales generales. Así están organizadas las políticas de familia en todas las administraciones públicas, desde la central a la local, pasando por la autonómica. Los presupuestos para atender a las familias se aprueban dentro de los presupuestos de los llamados «asuntos sociales», «bienestar social» o «solidaridad social». Como además se trata de un servicio segregado y derivado de los antiguos servicios de beneficencia, entonces resulta que está a merced del presupuesto que haya para mayores, dependientes, jóvenes, voluntarios, transeúntes o discapacitados.

Uno de los resultados más evidentes de este planteamiento es la inexistencia de una política familiar que beneficie explícitamente a la familia corriente. Se trata de una forma de convivencia que, por muy protegida que esté en el artículo 39 de la CE, es casi irrelevante desde el punto de vista fiscal, urbanístico, económico, bancario, laboral y no digamos educativo. Resulta ridículo, por no decir esperpéntico, que en los sistemas de puntuación y baremación en los procesos de escolarización no se incluya la estabilidad familiar, la capacidad de un cónyuge para sacrificar su carrera profesional por los hijos o simplemente la capacidad de cuidar a personas dependientes del núcleo familiar.

La famosa paga de los cien euros a las madres trabajadoras o las iniciativas que se han tomado para facilitar la conciliación de la vida familiar y la laboral siguen respondiendo a una mentalidad individualista, consumista y laboralista donde lo importante no es el valor social de la familia corriente sino su capacidad adquisitiva, productiva y reproductiva. Es la mentalidad propia de los nuevos ricos, de los nuevos señoritos que han organizado su vida en términos de bienestar y consumo, creyéndose que todo tiene un precio, que todo se compra y se vende. Como si la familia corriente fuera simplemente un centro de servicios, un lugar donde sus miembros consumen seguridad, educación , sanidad o atención social porque han pagado el canon correspondiente.

Sin que nadie lo haya planificado, la familia corriente se ha convertido en la columna vertebral de la economía del conocimiento. A diferencia de las economías del bienestar organizadas en términos crematísticos y financieros, las economías del conocimiento están abiertas a las tendencias culturales y los sentimientos morales, por eso están llamadas a tomarse en serio los valores que representa la familia corriente. Y el valor central es una confianza que camina ayudada por el cuidado y la responsabilidad. Las políticas familiares están llamadas a dar un giro radical. No hay que tener miedo a sacar los servicios de familia de los servicios sociales. No hay que tener miedo a proponer la creación de un Ministerio de la Familia, una Consellería de la Familia o una Concejalía de la Familia. Y hay que hacerlo sin necesidad de pedir permiso a los «servicios sociales» o a los expertos en «bienestar social», porque son éstos los que de verdad dependen de la familia, y no al revés. Si han aumentado las necesidades en los «servicios sociales» es porque no se ha invertido lo suficiente en las familias corrientes, y no al revés.

No estaría de más que la nueva política familiar se organizara en términos de capacidades y se entendiera la familia corriente como el espacio privilegiado para la capacitación emocional, cognitiva y social de las personas. Esa sí sería una política preventiva ante las nuevas pobrezas que son el resultado del bienestar consumista, del dinero fácil, de la soledad, y --sobre todo- del descuido de la sensibilidad y el buen gusto. Para ello nuestros políticos deberían tener una concepción menos abstraída de la profesión política y pensar un poco más en las familias corrientes. Si las familias corrientes fueran el centro de atención en la política social, entonces aumentaría lo que en las ciencias sociales llamamos el capital social, es decir, la capacidad de establecer relaciones de confianza, de reciprocidad y de apoyo mutuo en una determinada comunidad. Con ello no estamos diciendo que la familia corriente sea la familia perfecta o la familia ideal, estamos llamando la atención para que a nuestros políticos no les suceda lo que le pasaba al maestro del cuento con su discípulo, que, mientras aquél le enseñaba a contemplar las estrellas para guiarse en la oscuridad de la noche, éste sólo se fijaba en el dedo del maestro.

(*) Profesor de Filosofía del Derecho, Moral y Política. Universidad de Valencia

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